Día de todos los santos, de los difuntos, de los muertos. No solo es una fecha religiosa más, es un día que invita a la reflexión y al recuerdo.
Más allá de la festividad pagana, cultural, una festividad que se vive entre la alegría y la melancolía de la remembranza es una festividad que de cierta manera nos recuerda que la humanidad es más frágil de lo que suponemos.
Todos los años sin falta se habla de los disfraces, de los eventos con respecto al día de los muertos, de los dulces, de los rituales. Es cierto que puede caerse en la repetición, pero es esa constante repetición la que permite que nuestra memoria a corto plazo no olvide de donde venimos y el sentido de nuestras raíces.
Bien dicen que el que no conoce su historia está condenado a repetirla; estar en contacto con esa fragilidad, ese miedo enorme hacia la muerte, no nos permite que nuestra humanidad siga en su decadencia que a veces parece ser irrefrenable.
Somos lo que somos gracias a los que ya no están porque nosotros que somos el presente en este segundo, somos su legado.
Aunque a primera vista estas festividades parezcan un tanto superficiales o que es más de lo mismo, son fechas que inevitablemente nos llevan a la introspección, a esa memoria histórica que es una vía de escape a la realidad, me refiero, a detenerse por un instante para poder apreciar todo el espectro de lo que realmente significa la mortalidad.
Hay un poema escrito por Gabriel Escorcia Gravini, que luego Lizandro Meza la cantaría en ritmo vallenato, un fragmento dice: “Aquí está la gran verdad, que sobre el orgullo pesa/ aquí la gentil belleza, es igual a la fealdad/ aquí acaba la maldad y la bondad tan preciada”.
Las tumbas no solo se visitan en este día, en cada recuerdo les dejamos a nuestros muertos “una lágrima y un verso”, de paso le damos la razón a eso que por ahí dicen: los vivos dan más miedo que los muertos.