La primera línea ferroviaria en México fue la del Ferrocarril Mexicano, de capital inglés, de la Ciudad de México a Veracruz, vía Orizaba y con un ramal de Apizaco a Puebla. Fue inaugurada, en toda su extensión, por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, en enero de 1873.
Hubo concesiones en la época de Maximiliano de Habsburgo, continuó con Benito Juárez y con Porfirio Díaz tuvo un mayor crecimiento, pues era muy afecto a ellos.
Transportaba a un gran número de personas, de animales y de alimentos, sus costos de transportación no eran tan altos, contaban con espacio suficiente, había mucha seguridad, al menos estaba controlada y era poco contaminante.
No olvidemos que, durante la Revolución Mexicana, fue el vehículo terrestre por excelencia, formó parte importante de ella.
La primera estación, ya aquí en el entonces Distrito Federal, fue la estación Colonia, ubicada en lo que hoy es el Conjunto Colonia, muy cerca del ahora Monumento a la Madre. Una estación pequeña, pero bien hecha.
Ya estaban las estaciones de Peralvillo, San Lázaro y Buenavista, pero la estación Colonia, era parte importante de estos Ferrocarriles.
Es hasta 1961 cuando se inaugura la estación de Buenavista, ubicada donde actualmente está la estación del Suburbano, del mismo nombre.
Pero lo que nos trae ahora, es recordar un poco de aquéllos viajes que se hacían en tren, en ese maravilloso transporte terrestre, en otra ocasión seguiremos hablando de la antigua estación de ferrocarril, que a decir verdad fue una maravilla, tan grande como encantadora.
La estación tenía 12 vías, 6 caminos, 6 diferentes rutas, una de ellas y es la que vamos a escoger, es México – Guadalajara, cuyo tren salía diariamente a las 20:10 horas, y llegabas al destino final a las 06:00 de la mañana del día siguiente, largo el camino, ¿verdad?
Puede notarse largo pero les platico cómo la pasabas; cada tren tenía diferentes clases a las que podías ingresar; primera clase, segunda clase y hasta tercera clase, por supuesto que dependía del costo del boleto para cada una de las clases, pero también se diferenciaba hasta el tipo de asiento.
También los había con pullman (camas), con camarote, alcobas (donde cabía una familia entera), vagón comedor; eran una maravilla, total comodidad.
Viajar en tren era toda una aventura; te podías parar, caminar y recorrer los pasillos. Podías asomarte a sus grandes ventanillas y ver el exclusivo paisaje del camino, quizá árido, quizá boscoso, quizá frío, pero siempre atento a todo lo que veías.
Y lo que se veía por dentro, era más que formidable, se veía y se olía, ya que subían muchos vendedores en cada estación, a vender todo tipo de productos; desde gorditas de maíz martajado, tortas, tamales, atole, café, pan dulce; ya hasta se me hizo agua la boca.
Entonces siempre era mejor viajar sentado a estar en los carros pullman, porque así no disfrutabas totalmente tu viaje, aunque podías pararte y hacer tus recorridos.
Tanto era el meneo del tren, que llegando a tu destino, ya durmiendo en el hotel o simplemente descansando, todavía sentías ese contoneo, y ese arrullo que te hace sentir el tren en el camino.
Esos grandes recuerdos que aún rondan en mi cabeza, que aún tengo el sabor de una gordita, de un atole, de viajar en familia, de sentirme libre y recorrer el tren enterito, de un lado a otro, saltar pasajeros, saltar animales, porque siempre los había, en tercera clase, por supuesto.
Además es un gran recuerdo que tengo de mi padre que fue ferrocarrilero durante 41 años ininterrumpidos, hasta que desafortunadamente en 1997, desaparecieron y ya no hubo más trenes para viajar.
Afortunadamente quedaron en mi mente, creando historias, muchas historias para contar.
Por: Arturo Trejo
@cronicabanqueta