Todos los años, el mes de octubre y los primeros días de noviembre se le rinde culto al terror y a la muerte.
A veces parece repetitivo pues las noticias, las plataformas virtuales se llenan de imágenes alusivas a estas festividades; el 31 de octubre observamos disfraces de todo tipo, es tan popular esta festividad que olvidamos que es de origen celta, está tan arraigada a nuestra cultura que olvidamos que es extranjera y cada país latinoamericano le da su propio toque, haciéndola suya, haciéndola parte de sí.
En el caso de México, varios días de celebración a la muerte con bella ritualidad, tradición que despierta interés en los demás rincones del planeta.
Cada año le rendimos tributo a lo que más le tememos, a lo que nos causa curiosidad, a ese pedazo de misterio terrorífico que hace parte de la vida. No es una fecha más que se celebra automáticamente, irónicamente la familia se une más que en las festividades navideñas, porque la muerte no rompe lazos, la muerte une, la muerte nos recuerda que todo ápice de vida es frágil y fugaz.
Con disfraces un día, con tradicionalidad ferviente al otro, muerte y vida se vuelven una para convertirse en celebración. Puede que en algunos países aún persista el miedo y en ver con cierta lobreguez a la imagen de la cruel Parca; pero estamos aprendiendo con las tradiciones mexicanas que la muerte es colorida, que no se llora, que se celebra porque la muerte transforma.
El miedo a no saber qué hay detrás de la muerte parece disiparse cuando en estas celebraciones se recuerda con cariño al ser amado que ha partido; cuando el temor se convierte en inspiración para evocar a la mortalidad, en pintura, ofrendas y versos.
“Acompañado de incienso, los difuntos visité, y en cada tumba dejé, una lágrima y un verso”.