El Día de las velitas simboliza esperanza, fe y la entrada oficial a la época más mágica del año.
“Navidad que vuelve, tradición del año. Unos van alegres y otros van llorando” es la primera línea de la canción Cantares de Navidad de Rodolfo Aicardi, que resume a grandes rasgos el tan esperado mes de diciembre. Este no solo es época de vacaciones, sino también de la celebración de la festividad más importante para gran parte de la población. Es un momento en el que se despierta el sentimiento de reencuentro con los seres queridos que no vemos desde hace tiempo o el recuerdo nostálgico de aquellos que ya no están.
Aunque puede decirse que la Navidad comienza casi después de Halloween, cuando prácticamente no se siente noviembre, el verdadero preludio de esta festividad es el 7 de diciembre. Ese día se encienden oficialmente las luces de las velas, faroles y la iluminación que adorna el árbol navideño y el pesebre (o nacimiento).
Esta iluminación no es una costumbre al azar; es una tradición de origen católico que conmemora la solemnidad de la Inmaculada Concepción, proclamada por el Papa Pío IX en el documento pontificio Ineffabilis Deus, firmado el 8 de diciembre de 1854. Algunos aseguran que esta tradición fue heredada de los españoles durante la época colonial, quienes acostumbraban encender velas en la fecha anunciada por el Pontífice para rendir homenaje a la Virgen María. Posteriormente, esta práctica fue adoptada como propia por algunos países latinoamericanos.
Las luces que dan inicio a la festividad más querida en el planeta no solo indican el camino a nuestros hogares para la Virgen; tampoco se limitan a celebrar su pureza y su concepción inmaculada, ni son únicamente una plegaria para agradecer lo recibido y pedir protección para nuestras familias. Estas luces son, además, símbolo de la esperanza que se renueva, de la fe que permanece firme a pesar de todas las tristezas del año. Porque eso es lo que nos inspira la velita que se enciende: es la conmemoración del nacimiento de Jesús, la luz del mundo que no deja que nuestra existencia perezca en las tinieblas.
Que este año, como en los anteriores, la tradición, la música y la reunión con nuestras familias o con nosotros mismos no se marchiten. Y que, conforme se vayan encendiendo las luces en cada hogar, también al unísono se escuche: “Dulce Jesús mío, ven, no tardes tanto”.
¡Felices fiestas!